jueves, 4 de septiembre de 2014

MI ABUELA ME CONTABA



Los rodeos y las lomas.
Mi abuela me contaba que cuando en las partes altas el frio se hacía intolerable, majadas de ganado viajaba hasta la costa donde las lluvias de la estación hacia crecer en las lomas un hermoso panorama verde de pasto y plantas que los caballos, borricos, vacas, corderos y chivatos devoraban como si fuese lo último que comerían en su vida. Libre de cualquier peligro el ganado pastaba sin mayor preocupación recorriendo las lomas por dos o tres meses, después de los cuales los dueños y conductores se reunían y organizaban los rodeos para volverlos a sus corrales. Era un bonito espectáculo, me contaba mi abuela, ver como los ganaderos y cuidantes, a pie o montados en mulos y caballos, formaban inmensos círculos que iban cerrando alrededor del ganado, estrechándolo cada vez más hasta conducirlos a los corrales que habían levantado en la zona. Quienes venían desde el lejano Puno acompañando al ganado, gritaban con voz en cuello  “!cute!” “!cute!, sonido que, curiosamente parecía que los animales obedecían de manera juguetona.
Las lomas eran también el punto de encuentro de las familias que, con el pretexto de mejora su salud, encontraban una forma de divertirse, jugar, comer cuajadas y llevar a casa un buen ramos de amancaes, luego de disfrutar de su fragancioso olor durante todo el día. Los más atrevidos levantaban sus carpas, pircaban la cocina, compraban un cabrito y armaban la jarana mientras los niños correteaban entre amancaes y botoncillos, teniendo todas las lomas para ellos solos y viendo a lo lejos la inmensidad del mar y el asado y la cazuela eran preparados con las manos y la sazón de las expertas cocineras. No había panorama más encantador: un manto de colorida belleza era el mundo que las gentes de antaño gozaban cada vez que era época de lomas.
Las regatas y doña Esther Jiménez.
Mi abuela me contaba también que en los meses de julio la gente se reunía para apreciar las regatas, aquellas competencias de botes que se realizaba entre el muelle fiscal y el muelle de la empresa Episa, en la que equipos de jóvenes como Alberto Villanueva, Antonio Datto, Manuel y René Zegarra, Fermín Obregón, los hermanos Garrido y Valdivia y Rodolfo Pacheco, entre otros, competían por ver qué equipo llegaba primero a su destino, ganando el aplauso y el aprecio de la gran cantidad de gente que se agolpaba en el muelle y en el  recorrido, alentando a lo lejos a su equipo preferido. Regalos y premios para los ganadores, diplomas y obsequioso eran entregados y lo mejor venía al último: la pachamanca en el restaurante de doña Esthercita Jiménez, una de las sazones más reconocidas y recordadas de Ilo.
La catástrofe de San Pedro.
Mi abuela, católica hasta el tuétano, no se cansaba de contarme la manera en que los antiguos festejaban a sus santos. Pero se detenía con nostalgia y pena cuando narraba la procesión de San Pedro, aquella fiesta que, siendo de pescadores, convocaba a todos el pueblo porque de una u otra manera, se le debían al mar su alimento y a San Pedro la pesca del día. Con pena porque en una de esa procesiones, en la que los fieles llevaban a la imagen sobre una bolichera para que pasee por el mar derramando sus bendiciones, uno de los lanchones de nombre Ite capitaneada por don Pedro Garrido, que conducía a la banda del ejército, demasiado cargado con feligreses que se subieron a él de manera temeraria, se volcó muriendo ahogadas varias personas (trece dicen algunos), entre ellas Alejandrina Zúñiga y Nilda Valdiviezo. Luego entendí el por qué de su pena: ambas eran sus amigas y deportistas muy queridas en Ilo, excelentes nadadoras quienes con mucha facilidad cruzaban a nado desde el muelle fiscal  hasta la Boca del Río.

1 comentario:

EDWIN H. ADRIAZOLA FLORES dijo...

No tengo tu correo. Apenas me lo remitas te respondo.